Esta columna que comparto a continuacion la leí días atrás, en el último libro de Hernán Brienza, La Democracia de los Bárbaros, de reciente aparición, que compila sus editoriales en Crítica, Tiempo Argentino y su blog personal, Agora Me Lembro, de los últimos 5 años.
Estimo mucho a Hernán. Se lo hago saber cuando lo veo. Somos contemporáneos y dice las cosas como me gustaría decirlas a mí. Si no fuera que le generaría un desastre editorial, publicaría la mayoría de las columnas que componen su libro (que desordenadas, pueden encontrarlas en el blog de Adrián Corbella por ejemplo).
Esta que hoy publico con la idea de retomar la escritura (es el tercer post en el último año) la levanté xq a pesar de haber sido escrita hace 4 años en los días del bicentenario, parece escrita ayer.
Yo no creo que el peronismo se trate de un bodrio histórico como pregunta Hernán, pero los interrogantes siguen vigentes. De nosotros depende también que no lo sea.
El Peronismo ¿un bodrio histórico?
En ese
libro profético –en el sentido más estricto de la palabra- que es
Megafón o la guerra, el escritor Leopoldo Marechal ofrece una definición
creativa y al mismo tiempo curiosa de la Patria. En el Introito,
sostiene el gran autodidacta de Villa Crespo que la Patria es una
víbora. Recordemos: “La víbora es una imagen del suceder: enrosca sus
anillos en un árbol o se desliza por el suelo; clava sus colmillos en
una víctima, se la engulle y duerme luego su trabajosa digestión. Y la
Patria o es un suceder o es un bodrio”. Ese “suceder” para Marechal no
es otra cosa que el cambio de piel que una Patria debe hacer para
mantenerse viva y no anquilosarse en tradiciones anacrónicas, en
esencialismos envanecidos.
Me gusta pensar que la Patria cambia su
piel cada tanto. Pensar que no es la misma, que se renueva, que
sorprende. Me gusta pensar que es una esperanza permanente y también una
“posibilidad infinita” –definición que Marechal le ofrece al tango-.
Por ejemplo, me gusta pensar que a partir de los festejos del
Bicentenario se produjo un cambio cultural que comenzó a quitar la piel
del “malinchismo” y la “tilinguería”, o que ya desde hace unos años
nuestro país se piensa a sí mismo no como una coto de caza para los
acumuladores de riqueza sino como una construcción colectiva en la que
tracciona la idea de la redistribución de esa riqueza. Me gusta creer
que Argentina se quiere desprender de la lógica del capitalismo
oligopólico para ingresar en un modelo sustentado en la producción de
las Pymes y las experiencias cooperativas. Me gusta creer, por último,
que la política también ha empezado a cambiar: que es más sustanciosa,
menos dependiente de los logaritmos financieros, que los nuevos
políticos son algo más que la foto de Juan Manuel Urtubey, Diego
Santilli, Pablo Bruera y Sergio Massa mirando el mundial por un
televisor LCD.
Porque para que la víbora cambie de piel también
deben mudar la suya los grandes movimientos populares que han
protagonizado las transformaciones radicales en el pasado. Y quizás el
Peronismo sea la última estación de ese suceder que comenzó con los
revolucionarios de Mayo, continuó con los federales, el alemismo, el
yrigoyenismo, las experiencias de los setenta. Es decir que, tal vez,
haya sido el último “bloque histórico”, en términos gramscianos, que
pudo poner en jaque a los acumuladores de riqueza en la Argentina.
Cambiar o necrosarse, esa es la cuestión. Cambiar o convertirse en un
partido del Orden sin otro destino que asistir desde la balaustrada del
poder a la aparición de una nueva estación de ese suceder popular,
nacional, progresista, de izquierda o como quiera denominárselo.
La
foto de los popes del peronismo disidente o federal -propuesta por el
multimedios oligopólico como supuesta prenda de unidad y alternativa al
kirchnerismo- obliga a repensar al peronismo. Es decir, a hacer un
análisis más allá del poroteo interno, de la especulación de si se
presenta a la interna contra el kirchnerismo o va por afuera, de si
negociará con el gobierno desde una posición de fuerza o preferirá la
desunión del pejotismo para favorecer un gobierno pactado con el
radicalismo cobista, por ejemplo, o si los jefes distritales van a
duplicar listas en uno y otro espacio para jugar a dos puntas. Porque
más allá de las cuestiones de caja, de pragmatismo sin cabeza, de
maquiavelismo ciego, el Peronismo, como actor popular, con el movimiento
obrero organizado ya no como columna vertebral pero sí como bastón de
convivencia social, debe repensarse a sí mismo.
Obviamente, no se
trata aquí de agitar el peronómetro para ver quién es el mejor exégeta
de Juan Domingo Perón, pero sí de hacer una advertencia. Más allá de que
la construcción cultural del kirchnerismo exceda y atraviese al
peronismo –el actual proceso atrae a radicales, socialistas, comunistas,
nacionalistas, progres, en una licuadora semejante a la construcción
que hizo el peronismo en 1946- y a pesar de los sueños, los imaginarios y
los devaneos de propios y ajenos, el kirchnerismo es más peronista de
lo que sus adversarios internos y sus adherentes externos desean.
Es
decir, más allá de los supuestos tres (Ricardo Sidicaro) o cuatro
peronismos históricos (Alejandro Horowicz), de la teoría de las máscaras
(Silvio Maresca) o de un movimiento con pensamiento estratégico (Jorge
Bolívar), hay cuatro o cinco principios constitutivos del peronismo y
que le dan su razón existencial: la tracción por la distribución de la
riqueza –el tradicional 50 y 50 en la distribución del ingreso-, el
nacionalismo económico –no demasiado dogmático, por cierto-, la alianza
de clases entre el sector del trabajo y el empresario industrial no
concentrado, el continentalismo antihegemónico en política exterior, y
la ampliación de derechos civiles y políticos –aún cuando la matriz de
pensamiento sea de origen conservadora las grandes transformaciones en
esta materia las llevó adelante este movimiento-. En mayor o menor
medida, el kirchnerismo aparece como un heterodoxo continuador del
clasicismo peronista.
En el momento clave del Bicentenario, entonces, el peronismo deberá decidir si se pondrá a la cabeza o participará con otros espacios políticos de un modelo capitalista moderno e incluyente o quedará anclado en el modelo noventista que profundizó la acumulación y concentración de la riqueza.
Es decir, este “gigante invertebrado y miope”, según las palabras de John William Cooke, con su Bureau político, su dirigencia, sus cuadros, sus militantes, sus intelectuales, deberá elegir si, como diría Marechal, se convierte en un suceder o termina, finalmente, transformado en un bodrio histórico.
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